CERTEZAS TRANSITORIAS

La casta existe (pero no como usted cree)

Hugo, dur partisan [...] combattit sous l’armure,
Et tint haut sa bannière au milieu du murmure :
Il la maintient encore ; et Vigny, plus secret,
Comme en sa tour d’ivoire, avant midi, rentrait.
— Charles Augustin Sainte-Beuve1

I. Hasta la irrupción de Javier Milei, la palabra casta era bastante ajena al vocabulario político argentino. Tenía un aire exótico, importado, más propio de otras latitudes. En España, por ejemplo, Podemos la había usado para señalar a las élites del régimen posfranquista con bastante eficacia. Pero en Argentina no recuerdo que formara parte del discurso cotidiano. Bastó que un outsider la pusiera (medio a los gritos) en primer plano para que pasara a ser el significante que ordena la escena. ¿Qué es, en realidad, la casta? ¿A quién apunta? ¿Y por qué funciona?

II. Lo que Milei llama casta, en efecto, no es una oligarquía tradicional. No son ni los terratenientes, ni los grandes empresarios, ni los jueces, ni los banqueros. Tampoco, en cierto modo, la constituyen todos los políticos. La casta, esa casta, es otra cosa. Es, creo, una forma de nombrar y deslegitimar todo eso que, hasta hace poco, ostentaba algún tipo de autoridad simbólica. Intelectuales, científicos, comunicadores, funcionarios técnicos, expertos, docentes universitarios. En suma, una élite ilustrada que detenta saber y organiza legitimidad.

Dentro de ese universo, el blanco elegido tampoco es cualquier portador de saber, sino una fracción específica que se puede designar, tal vez, como «el progresismo erudito». Me refiero a esa figura que combina sensibilidad inclusiva, corrección política, apego técnico y cierto tono de superioridad moral. Universitario, estatal, y sí, «woke». Ese arquetipo de sujeto que no sólo se presenta como competente, sino que (encima) lo hace como justo. Que argumenta de una forma particular: desde un lugar de virtud.

Cuando ese saber no reconoce sus propias condiciones materiales de producción (cuando se presenta como neutral, universal, desinteresado...) se transforma en privilegio inconfeso. Y ahí es donde se vuelve irritante. Se percibe algo así como una arrogancia encubierta. Constituye una forma de capital simbólico que se cree inclusiva, pero opera como filtro, y cuya eficacia moral empieza a resquebrajarse cuando lo que se dice deja de coincidir con lo que se hace. De forma que la supuesta virtud se transforma en impostura, y lo que antes quizás generaba admiración, empieza a generar rechazo.

Lo explica bien Alexandra Kohan, al marcar que el mayor dilema de lo «progre» (o lo woke) es la escisión entre discurso y práctica:

«Todos tenemos contradicciones. Nadie es bueno todo el tiempo. Pero sostener un discurso y resguardarte vos en nombre de ese discurso para que no se noten tus mierdas... eso es directamente hipocresía.»

Hace más de dos mil años, también lo advirtió Cicerón: virtute enim ipsa non tam multi praediti esse quam videri volunt. Pocos quieren ser virtuosos; la mayoría sólo quiere parecerlo2 (misma frase, perdón por la repetición, que cité hace poco en este post sobre LinkedIn; no es casual, ¿es la red social de la casta?).

Esa distancia entre la moral pública y las prácticas concretas activa el resentimiento, tal vez no tanto por convicción política o adscripción partidaria, sino por decepción. ¿Cuántas veces escuchamos una encendida defensa de lo público; de la educación gratuita, de las universidades, del rol del Estado; en boca de personas que, en la práctica, reproducen (entre otras cosas) esquemas laborales profundamente precarizados?

Y no son simplemente incoherencias puntuales. Es, creo, una distancia estructural entre el discurso que se enuncia y las condiciones que se toleran o incluso se perpetúan: becarios que trabajan sin derechos laborales, circuitos de acceso poco transparentes, espacios sostenidos con trabajo no remunerado, y hasta presidentes que hicieron del feminismo un eslogan mientras, en privado, reproducían lo contrario; y que, en plena pandemia, ordenaban a la población no salir de sus casas mientras organizaban cumpleaños en la quinta presidencial.

Ahí es donde la perfo progresista deja de ser promesa de cambio y empieza a percibirse como retórica vacía, o peor, como autojustificación. Eso, en un contexto cada vez más incierto y frágil, vuelve todo mucho más irritante. No es que moleste el saber o la defensa de ciertos valores, sino la forma en que estos se presentan. Como si fueran naturales, obvios, universales, incontestables. Como si quienes los portan estuvieran moralmente eximidos del resto. Esa autopercepción de superioridad ética, cuando se combina con posiciones relativamente estables en el sistema (en universidades, medios, oficinas estatales), termina operando como una forma de inmunidad simbólica. Una forma suave, pero persistente, de impunidad moral.

Esta fisura interna, entonces, aunque no explica por sí sola el fenómeno de la casta, hace posible que la crítica libertaria funcione. Es su condición de verosimilitud. Erosiona la legitimidad desde adentro, y al mismo tiempo, deja abierto el flanco para su impugnación desde afuera.

Si bien esta lógica se expresa con particular intensidad en la Argentina presente, no es exclusiva de ella. En ciertos círculos tecnológicos y conservadores de Estados Unidos, por ejemplo, Curtis Yarvin popularizó la idea de «la Catedral»: una especie de Iglesia laica compuesta por universidades, medios y el mundo cultural, que ejerce un poder informal y moralizante desde una posición de (autopercibida) «superioridad». La tesis suena audaz, pero es básicamente una versión reaccionaria y estetizada de lo que la teoría crítica viene señalando desde hace décadas. De forma tosca: Althusser hablaba de aparatos ideológicos del Estado, Gramsci de hegemonía cultural, Foucault del saber como poder, Bourdieu del capital simbólico. Yarvin, en este sentido, no propone desarmar ese entramado, sino capturarlo. Es una especie de teoría crítica para CEOs. Una lectura útil para justificar el reemplazo de la vieja élite ilustrada por una nueva casta punitiva.

III. El desprecio a la casta, en consecuencia, surge de una experiencia concreta de desconfianza hacia figuras, generalmente públicas (o vinculadas a lo público), que parecen estar siempre a salvo (quiero decir: no es que la casta sea una abstracción o un invento del mileísmo). La pareja que trabaja en el Poder Judicial mientras da clases en la universidad. El ex-funcionario que hoy coordina proyectos en una ONG con fondos del «mundo libre». El columnista estable de una revista «progre» financiada por el soft power internacional. La experta que estuvo en tres gobiernos distintos sin salir jamás de los pasillos del Estado. Y no se trata necesaria o exclusivamente de lo que hacen, sino de la percepción (a veces justa, otras puramente imaginaria) de que nunca caen. En casos como los becarios del CONICET o los residentes del Garrahan, donde hay precarización real, lo que opera no es el dato empírico, es la escena. Una fantasía estructurante y persistente de que ciertos sujetos están, como tuiteó Mariano Canal, salvados para siempre. Y eso, en un contexto de precariedad e inflación desbordada, se volvió insoportable.

En medio de este contexto, como expuso Pierre Bourdieu3, el saber de estas élites constituye una forma legítima de dominación. El capital cultural permite organizar jerarquías, filtrar accesos, distribuir prestigio y estructurar lo público desde criterios que se presentan como neutros, pero que no lo son; y ese poder simbólico se ejerce desde universidades, medios, burocracias y think tanks.

El mérito de Milei, en términos comunicacionales, no fue entonces «inventar» la casta; fue, en todo caso, nombrarla. ¿Qué se hace, entonces, con esta palabra? ¿Qué se destruye en nombre de esa verdad parcial? Y sobre todo, ¿qué nueva jerarquía se erige en su lugar?

IV. Lo que hace el mileísmo, creo, es una operación de inversión simbólica. Altera el signo de valor. El «mérito» se vuelve sospechoso. Hablar con oraciones subordinadas, citar a Foucault o trabajar en el CONICET se convierte en prueba de pertenencia a un orden decadente (sí, estoy siendo autorreferencial). De golpe, ese capital cultural se transforma en estigma. Y al revés; eso que antes era marginal, freak o inclusive directamente desquiciado, se vuelve central.

Este movimiento es también (además de retorico) estructural y político. Es decir, la novedad está en que el mileísmo no viene a impugnar a una clase dominante para ampliar derechos. Más bien, viene a demoler mediaciones. A suspender la necesidad de legitimarse (al menos de esa forma). Ahora el fin ya no es construir lo común; es, en su lugar, eliminar lo que lo vuelve opaco.

Milei llega al poder enfrentando a una casta; esa casta simbólica que encarnaba la sensibilidad ilustrada. Pero en el mismo gesto, produce otra. Una casta invertida, quizás más precaria pero no por eso menos jerárquica, cuya autoridad no emana de diplomas, y su lugar en el campo político no se funda en lo que construye. Al contrario, se asienta en lo que logra destruir. Es acá donde la intuición de Yarvin encaja con el diagnóstico libertario: el objetivo es reemplazar una élite por otra. La casta de la hipocresía engendró a la aristocracia del resentimiento.

V. Esta inversión despliega otro tipo de jerarquía. Entran en tensión dos formas de legitimación del poder. Una, por el saber, la trayectoria, el prestigio, la pertenencia a instituciones formadoras del Estado. Otra (incluso hasta de forma más simple), por la «mano dura» y el éxito financiero. El capital central de la primera es simbólico y cultural; el de la segunda, es económico y punitivo. Se pasa de la redistribución del ingreso a la redistribución del desprecio. El goce, ahora, está en la crueldad.

En términos de Laclau4, casta funciona como un significante flotante, capaz de articular antagonismo. Pero en el caso libertario, el antagonismo construye castigo en vez de esperanza. El mileísmo es un populismo no emancipatorio. Convoca al pueblo a una catarsis vengativa. Su potencia (subvirtiendo la propuesta laclausiana) no reside en un horizonte común. Reside, más bien, en una especie de placer compartido al ver caer al otro. De ahí que sus expresiones más reconocibles sean escenas en las que lo que se desprecia tal vez no necesariamente es el contenido; sino la forma de enunciarlo. Una estética del saber, una moralidad implícita. Una distancia hasta irritante.

Por eso, la pregunta va más allá de si la casta existe. Ahora sería: qué tipo de casta fue interpelada, con qué eficacia, y por qué no pudo defenderse. Qué formas de legitimación fueron tan cerradas, tan autorreferenciales, tan internamente contradictorias y tan ciegas, que terminaron por habilitar su destrucción.

VI. Todo esto, por supuesto, no agota el fenómeno. Ni es un análisis totalizante, ni pretende serlo. Hay otras dimensiones del mileísmo (económicas, sociales, institucionales, incluso afectivas) que exceden este escrito (que tampoco es un paper). Creo que resulta difícil explicar, por ejemplo, el ataque a los jubilados desde esta lógica de inversión simbólica que estructura el discurso contra la casta ilustrada. Pero sí puede leerse como parte de un proyecto más amplio que reparte castigo hacia quienes representan «gasto», «lastre» o «derecho adquirido». Aunque no sean casta ilustrada, encarnan (a ojos del mileísmo) un privilegio inmerecido. Un resto del viejo pacto social, que ahora se presenta como inaceptable. Recortar jubilaciones es catarsis fiscal, sacrificio del presente en nombre de una fantasía de futuro. O una purga. Y todo eso se ejecuta con una racionalidad basada más en la acción que en la argumentación. Este recorte permite, en todo caso, entender cómo una parte del proyecto libertario logra legitimarse. También, qué orden de jerarquías viene a reemplazar en el camino.

VII. Abolir la «noblesse d’État», hubiera dicho Bourdieu, no es la respuesta (en realidad, no sería posible). Pero tampoco lo es ignorarla. Desde ya, no hay universidad sin jerarquía, ni Estado sin capital simbólico. Lo que sí puede haber (y lo que alguna vez hubo en Argentina) es un proyecto donde el saber funcione como palanca de movilidad social en vez de (o no sólo) como privilegio. Un Estado donde la educación, la ciencia y el conocimiento estén al servicio de la justicia social y el desarrollo nacional. Eso fue, en parte, el corazón del proyecto peronista. Universidades abiertas para los hijos de los obreros, ciencia pensada para la industria nacional y técnicos y profesionales al servicio de la comunidad organizada. Era un saber con dirección histórica. Sin pretensiones de neutralidad o desinterés.

El problema, entonces, más que la existencia en sí de una élite ilustrada, es cuando esa élite se desconecta, se encierra en su mundo (en la torre de marfil; la tour d’ivoire del epígrafe) y confunde sus intereses individuales o sectoriales con el bien común. Cuando administra el conocimiento como si fuera propio, y no como un bien público al servicio del país. Porque si el saber no se reconecta con el ser nacional, si no vuelve a hablar desde sus urgencias y con sus palabras, no va a ser defendido por nadie.

Y entonces lo que queda es esto. Un gobierno que vacía universidades, expulsa investigadores, desfinancia organismos, entrega soberanía y desmantela políticas públicas con el aplauso de quienes deberían defenderlas. Ni «desclasados», ni «brutos»; no son «enemigos» de la educación, simplemente, dejaron de sentirse parte. O incluso, tal vez, nunca lo fueron.

La reconstrucción, en resumen, vendrá tras devolverle al saber su lugar en un proyecto nacional, de volver a anclarlo en la comunidad, y no desde una defensa abstracta del conocimiento. Al negarse (por intención u omisión) a desarmar el privilegio desde adentro, han venido otros a destruirlo desde afuera. Y estaría siendo para peor.

— E.


  1. En Pensées d’Août (1837).

  2. En Sobre la amistad (Laelius de Amicitia, ca. 44 a. C.; ed. Trotta, 2002).

  3. Por ejemplo, en Homo academicus (1984) y La nobleza de estado (1989), Bourdieu analiza cómo las élites universitarias y burocráticas reproducen estructuras de poder mediante el capital cultural, y cómo ese capital funciona como forma legítima de dominación simbólica.

  4. En La razón populista (2005), Ernesto Laclau propone el concepto de «significante vacío» para explicar cómo ciertos términos logran condensar demandas sociales heterogéneas y articular un antagonismo político. Es a través de estos significantes que se construyen identidades populares y se organiza el conflicto.

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