CERTEZAS TRANSITORIAS

Omnia habentes. Notas sobre cultura, malestar y sentido

I. Georg Simmel escribe en 1908 que el hombre moderno se enfrenta a una situación problemática: vive rodeado de elementos culturales que, aunque no son irrelevantes, tampoco resultan verdaderamente significativos. Esta acumulación no puede ser plenamente asimilada, pero tampoco descartada, ya que forma parte potencial de su desarrollo interior. Para nombrar esta paradoja, Simmel recurre a una inversión cargada de sentido: omnia habentes, nihil possidentes; «teniéndolo todo, no se posee nada». La fórmula subvierte una antigua expresión del cristianismo primitivo, retomada por los franciscanos: nihil habentes, omnia possidentes; «no teniendo nada, lo poseemos todo». Frente a esa pobreza liberadora, el sujeto moderno encarna su reverso trágico. Lo tiene todo, pero no posee nada. La abundancia, en lugar de enriquecer la vida interior, termina por debilitar su vínculo con lo significativo1.

La tragedia, para Simmel, es que la cultura deja de ser una mediación entre el sujeto y el mundo, para volverse una totalidad exterior, impersonal, que impone su propia lógica. Lo que debía enriquecer, ahora aliena. La expansión de la cultura no garantiza su apropiación.

II. Algunos años después, Sigmund Freud formula un diagnóstico tan estructural como el de Simmel, aunque enfocado en una dimensión distinta. El precio psíquico de la vida civilizada. En El malestar en la cultura (1930), propuso que, para habitar el orden simbólico que hace posible la convivencia, el sujeto debe reprimir sus pulsiones más fundamentales (en particular las agresivas y sexuales)2. Esa renuncia es una exigencia constante (o sea, no es un gesto puntual). Es la condición de posibilidad de la cultura, pero al mismo tiempo, su fuente inevitable de sufrimiento.

El costo no es menor. Lo que se reprime no desaparece; retorna bajo la forma del malestar. La cultura garantiza cohesión, pero debilita al sujeto desde dentro, lo obliga a ceder algo de sí para sostener el lazo social. En esa cesión se pierde una parte constitutiva de la vitalidad psíquica.

A diferencia de Simmel, Freud no se detiene en la sobreabundancia de lo cultural, sino en su dimensión prohibitiva. Pero ambos comparten una intuición fundamental. El «progreso cultural» ni es lineal ni es redentor. Tiene un reverso. El sujeto moderno; el que vive entre signos, sistemas, estructuras y regulaciones; además de verse desbordado por la expansión de lo objetivo, también se ve condicionado por las exigencias internas de la civilización. Por exceso o por represión, lo que se impone es una forma de pérdida.

La paradoja simmeliana puede así leerse también a la luz de la economía libidinal freudiana: cuanto más se complejiza la cultura, más exige del sujeto. Y cuanto más exige, más se intensifica su malestar. La cultura, así, en vez de ser un ámbito de realización plena, aparece como una maquinaria de sacrificio, necesaria pero costosa, que deja al sujeto en un estado crónico de desposesión.

III. Los diagnósticos trazados por Simmel y Freud encuentran resonancias en el pensamiento social contemporáneo. Autores como Hartmut Rosa y Byung-Chul Han han desarrollado interpretaciones del malestar que actualizan (y en muchos casos profundizan) la tensión entre cultura y apropiación.

Rosa observa que el rasgo distintivo de la modernidad tardía es la aceleración3. La temporalidad se desborda; se aceleran las transformaciones sociales, las innovaciones tecnológicas, las exigencias laborales, las prácticas cotidianas. Pero esta velocidad produce una creciente dificultad para establecer relaciones de resonancia con el mundo. Lo vivido se vuelve fugaz y lo disponible se convierte en lo inasimilable. Ahora la complejidad cultural no es la que excluye, como en Simmel. La velocidad es lo que impide interiorizar. Lo que queda es una forma de alienación temporal, donde el sujeto atraviesa experiencias sin llegar a habitarlas.

Han, por su parte, describe un desplazamiento en la forma del poder. En reemplazo de una lógica disciplinaria que impone límites desde afuera, hoy más bien se trata de una dinámica de rendimiento que instala la exigencia en el interior del propio sujeto4. Autoexplotación en vez de prohibición; hiperactividad voluntaria en lugar de obediencia.

IV. El contrasentido formulado por Simmel (tenerlo todo, no poseer nada) adquiere nuevas formas bajo las condiciones del capitalismo digital. En este régimen, la relación entre los sujetos y los bienes culturales se define por el acceso y no tanto por la propiedad. Escuchar música, leer libros, ver películas o jugar videojuegos no implica poseer esos contenidos, sino disponer de ellos temporal y condicionalmente, a través de plataformas que regulan el vínculo según criterios opacos y cambiantes.

Spotify, Kindle, Steam, Netflix no ofrecen objetos, sino licencias. No garantizan soberanía sobre lo cultural, sino su disponibilidad restringida. Los dispositivos de gestión de derechos digitales (DRM), los contratos de adhesión y los términos de uso unilaterales hacen que la supuesta abundancia esté atravesada por una pérdida radical de control. Lo que parece libertad de elección, en muchos casos constituye una forma de dependencia infraestructural.

En lugar de propiedad, suscripción; en vez de apropiación, alquiler. Lo cultural se vuelve interfaz cerrada, opaca, estandarizada y vigilada; dejando de ser un campo de intervención.

A esto se suma otra capa de desposesión, la que opera sobre la subjetividad misma. Las plataformas intermedian el acceso a los contenidos, pero esa no es su función principal. También capturan, procesan y monetizan la actividad de quienes los consumen. La cultura es usada como vehículo para extraer datos, modelar conductas y orientar decisiones. A cambio de funcionalidad, el sujeto cede atención, tiempo, privacidad y/o agencia.

Así, el acceso (presentado como solución a la escasez) profundiza la desposesión señalada por Simmel. La cultura se vuelve simultáneamente ilimitada y frágil. Abundante pero ajena. Lo que circula no se deja apropiar. Y el sujeto, aunque cada vez más conectado, se encuentra cada vez más desplazado.

V. El entorno digital reorganiza el acceso a la cultura, y (además) redefine la manera en que esta se vive y se aprehende. La transformación es doble. Por un lado, modifica los dispositivos mediante los cuales se accede a lo simbólico. Por otro, incide directamente en la arquitectura psíquica de quienes lo habitan. En este régimen, el malestar no proviene tanto de la prohibición (como en el enfoque disciplinario freudiano) como de la saturación. El sujeto contemporáneo no está reprimido. Está sobreestimulado.

La analogía con Freud, de todas maneras, sigue siendo potente. Si en su lectura la civilización exigía renuncias pulsionales a cambio de seguridad y estabilidad, el capitalismo digital exige atención continua a cambio de acceso. Ahora se demanda lo que antes se prohibía. El malestar se estructura en torno al exceso, no a la falta. Tampoco se impone desde afuera, sino que se internaliza, se autoorganiza.

Han describe esta mutación como el pasaje del sujeto obediente al sujeto de rendimiento. Un individuo que se explota a sí mismo en nombre de la autonomía. El resultado es una subjetividad agotada y ansiosa. Vaciada. Rosa, por su parte, ha mostrado cómo la aceleración de los ritmos sociales y tecnológicos impide el arraigo. Cuanto más se acelera la experiencia, más difícil resulta apropiársela. La cultura, bajo esta lógica, se convierte en un flujo continuo sin posibilidad de sedimentación.

A esta dinámica de saturación, se suma la erosión de la soberanía cognitiva como otra capa de desposesión, quizás más silenciosa pero no menos profunda. Como plantea Juan Ruocco, en un entorno saturado de estímulos diseñados para capturar y modular la atención, el sujeto pierde progresivamente la capacidad de orientar su propio pensamiento, de decidir en qué detenerse, qué interiorizar, qué descartar. Además de que accede a una cultura que no puede habitar plenamente, también ve debilitada su posibilidad de gobernar el propio flujo de su conciencia. El malestar contemporáneo, así, ya no afecta únicamente a los objetos o a los vínculos, también toca el corazón mismo de la vida psíquica.

Este nuevo tipo de malestar (marcado, como vimos, más por la sobrecarga que por la represión) actualiza la estructura simmeliana de desposesión. Ya no se trata solamente de no poseer lo que se desea, sino de no poder sostener lo que se tiene. El acceso ilimitado no garantiza apropiación. Multiplica la exposición, pero debilita la interioridad. La subjetividad queda fragmentada, dispersa, sin capacidad de reunir, elaborar o vincular. La paradoja se mantiene: omnia habentes, nihil possidentes. Pero sus condiciones materiales y técnicas han cambiado. Lo que Simmel describía como un desajuste entre cultura objetiva y vida interior hoy se expresa como un cortocircuito entre conectividad total y desconexión subjetiva.

VI. Frente al malestar contemporáneo, los escritos del papa Francisco pueden leerse como una intervención simbólica y política que reactualiza elementos centrales de la tradición franciscana. Su elección del nombre, desde ya, fue un posicionamiento. Desde el inicio de su pontificado, Francisco encarnó una espiritualidad centrada en el cuidado, el límite, el desapego y la fraternidad, en abierta confrontación con la lógica de acumulación y descarte del orden vigente.

Este gesto adquiere potencia concreta en su mirada sobre el modelo cultural dominante. En Laudato Si’ (2015), Francisco denuncia la devastación ecológica, pero además cuestiona el paradigma tecnocrático y la instrumentalización de la naturaleza. La desconexión, en cierto modo, entre medios y fines. La cultura contemporánea, sostiene, ha disuelto los vínculos fundamentales (con el entorno, con los otros, inclusive con uno mismo). Lo que se presenta como crisis ambiental es también, y sobre todo, una crisis espiritual y cultural.

En Fratelli Tutti (2020), esa crítica se amplía al terreno de lo social. Francisco propone una ética de la fraternidad como alternativa al individualismo competitivo y la lógica del rendimiento. Lo que está en juego es algo más que un nuevo pacto político. Es la reconstrucción de un lazo vital con lo común. Ante el desgarramiento de la experiencia, propone una cultura del encuentro, de la proximidad. Quizás, incluso, de la lentitud.

Esta espiritualidad crítica, entonces, es una forma de reapropiación simbólica en un tiempo donde el acceso a la cultura no garantiza sentido. Su potencia reside en la reintroducción de categorías desplazadas por la aceleración contemporánea (el cuidado, la espera, el arraigo, la comunidad). Frente a un mundo saturado de estímulos y desprovisto de interioridad, se trata, así, de recuperar condiciones de habitabilidad.

En ese horizonte, la postura franciscana funciona como contraimagen del sujeto simmeliano. No lo tiene todo, pero se dispone a poseer lo que importa. Interroga la cultura sin negarla. Busca hacerla nuevamente vivible.

VII. Para recapitular, la fórmula omnia habentes, nihil possidentes mantiene toda su potencia crítica en el presente. Al igual que el diagnóstico freudiano del malestar en la cultura, nos recuerda que el progreso no garantiza plenitud, ni el crecimiento cultural produce necesariamente más sentido. Por exceso o por represión, lo que muchas veces se genera es una subjetividad desposeída, incapaz de hacer propio aquello que la rodea.

En el entorno contemporáneo, esta desposesión adopta formas nuevas. La lógica del acceso digital, la aceleración de los ritmos sociales y la saturación constante de estímulos han intensificado la paradoja simmeliana. Lo prohibido ha sido sustituido por lo inabarcable. Lo inaccesible, por lo evanescente. Y el resultado es una subjetividad fragmentada, desplazada, sin tiempo ni condiciones para apropiarse de lo que vive.

En ese contexto, el legado del papa Francisco de ninguna manera, creo, se ancla en una propuesta de retorno al pasado. Propone otra manera de estar en el mundo. Una reapropiación ética y espiritual de lo cultural, que, sin negar el acceso, lo vuelve a vincular con el sentido.

La pregunta que queda abierta, más existencial que teórica, es si todavía es posible generar condiciones para que la experiencia vuelva a tener profundidad. Para que el acceso no excluya la apropiación. Para que la cultura vuelva a ofrecer la posibilidad de arraigo. En una época que multiplica lo disponible y reduce lo habitable, quizás la crítica necesite incorporar una mirada ética, incluso espiritual, que reabra la pregunta por el sentido.

— E.


  1. En De la esencia de la cultura (1908; ed. Prometeo, 2022).

  2. En El malestar en la cultura (1930 [1929]; en Obras completas, tomo XXI, ed. Amorrortu, 2014).

  3. En Alienación y aceleración: hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía (2012; ed. Katz, 2016).

  4. En La sociedad del cansancio (2010; ed. Herder, 2024).

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